Ser joven en El Alto: rupturas y continuidades en la tradición cultural

Se van, aunque después vuelvan cual “hijos pródigos”, pero transformados. Y regresan a revolucionar en algo el sitio de donde salieron y sobre el cual mandarán con el paso de los años. Sucede con los jóvenes urbanos de origen aymara migrante, pobladores del espacio metropolitano alteño. Así lo advierte esta investigación de mirada aguda y encomiable inserción en el mundo que habita y pretende explicar.

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Germán Guaygua, Angela Riveros y Máximo Quisbert nos enseñan que la cultura de los padres, incluso la de un ámbito víctima de todas las discriminaciones como el aymara, termina imponiéndose a pesar de las agresivas olas de la globalización y las modas intercontinentales.

Al final, cuando la edad del matrimonio se avecina irremediable y la necesidad de trabajar se transforma en urgencia, los jóvenes ponen a un lado los pantalones anchos, los aretes, el walkman y las ganas de copar a saltos acrobáticos el territorio del tecno.

Es el momento propicio para que la pragmática del preste, el prestigio donante y la entrada folklórica se abran paso recuperando a las nuevas generaciones para su lógica. Y así, aquellos “changos” que estallaban en rebeldía diaria contra la rigidez normativa
de sus progenitores, se hacen con el mando de sus respectivas familias y comienzan a programar las nuevas reglas autoritarias dedicadas a sus futuros hijos. La rueda vuelve a girar.

Sin embargo, y ésa es una perspectiva un tanto ausente en este libro, queda claro que el paso fugaz por los laberintos de la moda y la tecnología ya no puede ser borrado por completo. Sus huellas se dejan sentir en la cultura a la que los jóvenes retornan cuando se reconcilian con su familia. En ese sentido no es raro que poco a poco las moceñadas sean reemplazadas paulatinamente por los sintetizadores electrónicos o que las ojotas den paso a los zapatos blancos de orquesta tropical y playera.

¿Alienación gradual e irreparable?, ¿lenta agonía de esta cultura de piel morena? Nada de eso. Mutaciones como ésas son vividas hoy por todos los seres del mundo y en ello no hay diferencia notable entre aymaras, franceses o nigerianos. No existe cultura viva que pueda darle la espalda a la globalización y aún si fuera capaz de hacerlo, estaría decretando su suicidio.

Estamos entonces ante un fenómeno dotado de un dinamismo muy particular. Sobre el cuerpo social aymara de las ciudades golpean con igual fuerza los martillos de las dos culturas, la que llega por raudales a los puertos de la televisión, el cine, la radio, la escuela y los modelos a imitar; y la otra del origen, actualizada periódicamente desde el campo, reforzada por los lazos de parentesco en las provincias y regada generosamente por la fiesta, la cerveza y las hileras de banderitas de colores amarradas a las canaletas.

De ese forcejeo entre maneras de vivir y pensar, resulta un campo de cruces, complementaciones y enfrentamientos, en el que no todo es resistencia ni todo es sumisión disciplinada; hay tanto lo uno como lo otro, combinadas con posturas de
indiferencia, impavidez o enojo.

Así, el territorio cultural observado por Guaygua, Riveros y Quisbert resulta siempre más complejo de lo que se puede pensar. En su seno conviven tendencias antagónicas en permanente reconfiguración. Los anhelos por “blanquearse” culturalmente coexisten con similares deseos de autoafirmación y búsqueda de lo auténtico. Es la diversidad en
la diversidad.

Al final de este embrollo, nada permanece como fue y con el paso de las generaciones, lo único que queda claro es que los dos polos culturales que van forjando las formas de vida de los aymaras urbanos de hoy gozan de un poder casi equivalente. Como en pocas regiones del planeta, El Alto y las laderas de La Paz parecen ostentar un moderado equilibrio de influencias culturales. El estudio que usted tiene en sus manos es elocuente al respecto.

Después de leerlo es difícil imaginar un avasallamiento de la industria cultural sobre lo vernacular y enraizado antes y junto a la colonia. Al contrario, las mejores armas de occidente parecen desfilar y ser engullidas por la voraz máquina cultural aymara, que les reserva un lugar privilegiado entre sus propios resortes de reproducción. Los migrantes alteños se nutren de lo más reciente de la tecnología y aquel gesto no parece cumplir la función de un avieso caballo de Troya.

En tal sentido, aquí no urge rescate cultural alguno, o, dicho de otra forma, que nadie se apiade de la cultura aymara, porque ésta goza de buena salud. Es la gente la que selecciona y combina aquello que le sirve para su vida diaria y Occidente todavía no ha inventado nada que alcance a reemplazar el goce de una fiesta patronal, el desenfreno de una semana de libaciones y la descarga redistribuidora.

Mientras eso siga siendo así, los jóvenes alteños tienen pocos motivos para comportarse como suburbanos neoyorquinos de por vida. Lo harán cuando la edad lo amerite, pero más adelante replicarán el modelo de los padres, acatarán la ética del trabajo e ingresarán al mundo del prestigio alcanzado mediante las dádivas desmesuradas. Y por último, en ese trajín, recuperarán los aprendizajes efímeros y fugaces de su juventud bien vivida para “rescatar” (esta vez sí) algunos saberes útiles diseñados en otros países y así ser, de generación en generación, aymaras cada vez más modernos y reflexivos, y no postales para la arqueología culturalista, que asfixia y congela.

Rafael Archondo
La Paz, agosto de 2000

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